“Poses de una lectora”, por Rosana Koch


Citas de lectura, de Sylvia Molloy. Buenos Aires, Ampersand, 2017, 72 páginas.

La lectura descansa en una operación de depredación y apropiación del objeto que la dispone para el recuerdo, para la imitación, es decir, para la citación. Por eso, toda cita convoca, en primer lugar, una lectura. Citas de lectura es un encuentro, y en tanto “tejido de citas” se construye en ese doble movimiento: en el primer gesto de recortar, desarraigar y discontinuar, se superpone el de acomodar, unir y componer. La cita, de este modo, une el acto de lectura al de escritura (A. Compagnon), y este nuevo libro de Sylvia Molloy, puede pensarse, entonces, como la operación simultánea de traducir en la escritura la pasión de la lectura.  
Dice Molloy: “Este libro recuerda encuentros con libros que por alguna razón, profunda o frívola, me acompañan hasta el día de hoy” (7). A partir de este comienzo, el encuentro del yo con el libro, siempre signado por el deseo, se va configurando en ese género híbrido que se mueve entre la autobiografía y la ficción, un juego, al mismo tiempo, engañoso y deliberado que Molloy ejecuta magistralmente. Su escritura, como ella apunta, se sostiene, paradójicamente, en esa inestabilidad: “Al anotar esos recuerdos, posiblemente los amplíe, acaso los invente” (7). El recurso autobiográfico, entonces, pero también la escritura fragmentaria y la memoria como ejercicio de la imaginación vuelven a ensayarse. Las experiencias vividas por la escritora son evocadas a través del recuerdo, que en su modalidad de rememorar –citar– van delineando un recorrido afectivo personal y profesional a través de los libros que ha leído.
Como un collage que se va tramando a partir de su propio título, el cuerpo textual de Citas de lectura entra en relación con la obra completa de su autora y la proyecta en un movimiento perpetuo.
En la cita del epígrafe con el que se abre el libro, por ejemplo, se condensa la figura de lector alrededor de la cual traza su propia pose: “El lector con el libro en la mano” remite al título del primer capítulo de Acto de presencia (1996), su estudio crítico sobre la escritura autobiográfica en Hispanoamérica, y el convocado, sin duda, es Sarmiento, el que lee, traduce, cita erróneamente, falsea y tergiversa textos. A partir de las escenas de lectura que Molloy capta microscópicamente, en tanto poses o performances, la escritora analiza la manera en que el yo textual se va configurando en la obra autobiográfica de Sarmiento. Su dramatización, no sólo permite apropiarse de las palabras del otro, sino de existir a través del otro. Esta reflexión crítica, en una maniobra de desplazamiento, reaparece en varios relatos –si no en todos, con diferentes modulaciones–, pero especialmente en “Vivir las lecturas”, donde la lectura, en el cruce entre literatura y vida, es un acto de posesión: “leo y me apodero de lo que estoy leyendo, es decir, encarno la voz del hablante, adopto su dicción, hago mía su circunstancia, lleno hiatos, invento situaciones, personajes, palabras” (19).
 El mismo epígrafe, además, remite a Borges, porque con el relato de un cuento suyo, es decir, repitiéndolo por el puro placer –traduciéndolo para sus propios fines– Molloy da comienzo al capítulo. “Maestro de desasosiego, de marginalidad, de oblicuidades, de traslados” (63), Borges “hereda relatos y los vuelva a contar” (63) y Molloy, sin duda, con similares estrategias de composición, retoma esa lección. La modalidad que adopta la escritura en “Borges, encore” circula por muchos de los fragmentos de Citas de lectura: una anécdota autobiográfica como escenificación traduce la clave de un sistema literario, al mismo tiempo que, imperceptiblemente, se va articulando –o disolviendo– en espacios ensayísticos y ficcionales. “El vaivén, clave de mi lectura de Borges, también se podía aplicar a mi práctica de la literatura” (63).
De esta manera, materiales y registros diversos continúan señalándose entre sí en un proceso recursivo de ida y vuelta. La escena de lectura primaria, para continuar este juego especular, se funda en el espacio materno y se refuerza en el secreto. Encuentra su origen en los libros que su madre guardaba en la mesa de luz y Molloy leía a escondidas. Esas escenas, “encuentros clandestinos” (15), fuertemente atravesadas por lo sexual –la disidencia sexual–, nos reenvían a las primeras lecturas que, seguramente, van tramando una genealogía y moldeando ese modo de leer desviado, separado de los lugares comunes. Su condición trilingüe y el vaivén entre lenguas que “es mi vida misma” (7) se retoman en “Un posible comienzo” y “Escucho libros”. La lectura de Pedro Páramo y, simultáneamente, el retorno al hogar de la madre después de la muerte de su padre en un accidente se conecta con un “tema de reflexión crítica y sobre todo de exploración personal” (51): el viaje de regreso. A partir de la traducción que Valery Larbaud hizo al francés de Don Segundo Sombra de Güiraldes, Molloy parece estar respondiéndose a sí misma, en clave autobiográfica, la formulación crítica sobre qué sucede con la escena de lectura –o de escritura, si tenemos en cuenta los contextos de recepción de En breve cárcel– cuando se la desfamiliariza, se la disloca.
En fin, “Espejo para el autobiógrafo, el libro refleja, consuela, aumenta, deforma; finalmente, muestra la imagen de quien lo convoca” (51), dice Molloy, y por qué no pensar que toda su obra no es sino una autobiografía especular de sus propias lecturas.

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