“Astutti y los plumeros”, por Adriana Mancini

El sol desaparece tras las sierras. Hoy, una nube lo cubre casi en su totalidad. La nube es blanca y tiene forma de perro. Pienso en Moreira, el perro Vizsla de Adriana Astutti. La nube se desdibuja y vuelvo a imaginar un perro. Pienso: Moreira; es como Moreira. Y detrás de la nube, ahora sin forma, rayos anchos buscan el cielo con franjas naranjas, rosas, grises.
El silencio es intenso e imágenes y palabras se superponen y aparecen a borbotones. “Voy a ir a visitarte, voy a ir y voy a golpear la puerta con las patas, Mancini”, me dijiste en una de tus breves visitas a Buenos Aires, cuando charlábamos sobre las vacaciones. ¡Golpear con las patas! Linda imagen armaste Astutti con tu sonrisa amplia, tu pelito castaño semiondulado y un poco revuelto enmarcando tu carita redonda, plácida. Claro, los brazos y las manos para las cajas del champagne y el vino. Brindemos hoy, donde estés, la copa llena y tu sonrisa plena; brindemos; otra copa más y otra por lo que nos diste con Beatriz Viterbo. Le fuiste fiel. Afrontaste tristezas y otras penurias. Y seguiste. Un día hablábamos sobre las tesis, la tuya estaba planteada, tenías hipótesis y trabajo acumulado pero no avanzabas, me dijiste que la editorial consumía tiempo. “Trabajo para editar la bibliografía que otros necesitan para escribir sus tesis”. Noble: pensé y pienso. Y ahora sé que tus comentarios, tus palabras claras se fijaron en mí; huellas de fresco saber y sensatez. Hay una imagen que vuelve en mi recuerdo, Astutti. No las circunstancias precisas, una impronta grabada que retorna. No sé, tal vez, hablábamos de hijos, los míos adolescentes y la tuya, la bella Cecilia, tendría cinco o seis años. Quizás yo comenté los avatares de los años difíciles de los hijos; distancia, agresión, resistencia. Y vos recordaste la primera vez que tu hija rehusó tomarte la mano en la calle. Sí, tengo en mí tus palabras: “Perdí tu manita, Chechi”. Lucidez supina. Así es la pérdida, sigilosa, imperceptible, socava lentamente. Y vos lo sabías Astutti. Ya lo sabías.
El ocaso astillado de hoy, tu día del adiós, da paso a una luna llena y brillante como tu sonrisa, transparente como tu mirada. Asoma por las montañas, las del otro lado, Los Comechingones, las que no pudimos disfrutar juntas, pero que compartimos, imaginándolas.
Habías traducido Mi perra Tulip y deseaste un perro. Querías un Vizsla, bello pastor húngaro, pero quiero un macho, dijiste “me gustan los Vizsla”, una mañana en la que desayunábamos. Y ahí, cerca, al alcance de nuestros ojos, había un Vizsla, apareció Moreira. Moreira nos conectaba: fotos, travesuras de Moreira. Bello, fuerte, fiel: fue, es y será su perro, como Tulip, en la novela.
Y… ¿los plumeros? ¡Los plumeros! Era una tardecita porteña en Recoleta. Tal vez fue en algún intervalo de alguna jornada sobre Silvina Ocampo, Silvina también nos unía. Tomábamos algo, distendidas y divertidas conversábamos; éramos varias y salió así: “A mí me gustan los plumeros”, ¿los plumeros? Reímos. Yo empecé a mirar los plumeros, eran lindos, sí. Demasiado bellos para su función. Tiempo después, caminando a la deriva por una calle del sur porteño, vi en la vereda junto a una pared un balde con plumeros de colores; de plumas de ganso, sedosas y de colores. Me detuve. El negocio era pequeño, en ruinas. Un viejo sentado en un banco de madera tan viejo como él y rodeado de plumas hacía con maestría sus plumeros. Recordé a la Astutti recostándose en una silla, en una plaza seca, cerca del famoso gomero de un rincón paquete para la tilinguería porteña, diciendo: “Me gustan los plumeros”. No resistí. Divertida compré dos, uno fucsia y uno amarillo, brillantes, bellísimos. Los puse en un tubo, calle España, Rosario y al correo. Escribo y sonrío, sonrío Astutti y te siento cerca. Me llamaste, hablamos y reímos. Reímos. Pasaron años y otra vez el destino o las casualidades nos encontraron, como con Moreira, con otro plumero. Era septiembre o principios de octubre de 2016. Suena el timbre. Un señor vendía plumeros casa por casa. Vi uno muy hermoso: negra la base, dudé… pero del centro salía un capullo de plumas blancas, más pequeñas, como si renacieran de las cenizas. Era el plumero para la Astutti. Lo compré e intenté comunicarme, no respondías las llamadas; tampoco quería someterte a la pesadilla de contar tu dolor. Recurrí a Judith, nuestra querida amiga en común, muy querida. Y logré comunicarme. Te hablé y tu voz clara y serena, distante de su relato del mal, me sorprendió. Valiente mujer, cuán valiente quien sostiene su dignidad frente a una muerte anticipada y perversa.
¡Quién podría olvidar tu nombre Adriana Astutti! 
Te conté sobre el plumero, reímos y acordamos una cita en Buenos Aires que no pudo ser. Te mandé la foto –“un divinor”– me escribiste, “guardame el plumero”.
El plumero bello y silencioso está ahí recordándola, recordándomela, recordándote, recordando…


Enero 2017, desde la montaña.


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