“A modo de caleidoscopio”, por Leticia Moneta


El ruido del tiempo, de Julian Barnes. Anagrama, Buenos Aires, 2016, 208 págs.

En esta última novela, Barnes vuelve sobre uno de sus géneros preferidos: la biografía. Y nuevamente su visita transita sobre los límites genéricos (como ya había sucedido con Arthur y George, El loro de Flaubert, quizás incluso El puercoespín). En El ruido del tiempo Barnes narra la vida del compositor ruso Dmitri Shostakóvich desde el imposible punto de vista del mismo Shostakóvich. La Historia, repite una y otra vez Barnes a lo largo de sus obras, es un caleidoscopio, y aquí escuchamos el relato de quien lo está utilizando. Por eso las biografías se le presentan como el terreno propicio para la ficción. Así en la “Nota del autor” que cierra el volumen, Barnes señala las fuentes que ha utilizado para componer este libro y aclara: “Elizabeth Wilson ha sido fundamental entre todos los que me han ayudado a escribir esta novela. Me facilitó material al que yo nunca hubiera tenido acceso, corrigió muchos errores y leyó el manuscrito. Pero este libro es mío, no de ella; y si no le ha gustado el mío, lea usted el de ella.˝ (199)
El relato, mayormente cronológico, se compone de fragmentos que reconstruyen la vida del músico bajo el régimen de Stalin, desde los sentimientos y reflexiones del compositor. Radica aquí lo más interesante de la novela, en el aventurarse en las posibles emociones y reacciones, los conflictos y dudas que podría haber experimentado Shostakóvich a lo largo de sus éxitos musicales y familiares y en sus momentos más oscuros: cuando su música fue prohibida o al ser puesto bajo la lupa por el régimen estalinista. El compositor alcanza el reconocimiento muy temprano en su vida y es universalmente aplaudido por su ópera Lady Macbeth de Mtsensk, que tras años de éxito recibe una reseña negativa, presumiblemente escrita por Stalin: “Bulla en vez de música”. Cae entonces en relativa desgracia: si bien sigue componiendo y en ocasiones su música es bien recibida, también es citado a declarar a la ‘casa grande’ y obligado a denunciar a personas cuyas responsabilidades desconoce. El azar o Stalin lo salvan, pero su vida continúa signada por el Poder y su vínculo con la música se ve atravesado por exigencias absurdas: le piden un Shostakóvich optimista. Además él mismo se siente un cobarde y, aun cuando se sabe ya fuera de peligro, no puede dejar de lado la culpa que le producen sus acciones, pasadas y presentes: haber firmado discursos y petitorios sin leerlos, afiliarse al partido, criticar a Stravinsky. Tampoco perdona a aquellos que critican al régimen desde afuera o a los que decidieron exiliarse.
Si lo preponderante en la vida de un compositor es la música, encontramos en esta biografía una serie de oraciones que, a modo de frases musicales, se repiten una y otra vez: “El arte es el susurro de la historia que se oye por encima del ruido del tiempo”, “El arte pertenece al pueblo –V.I. LENIN”, “La vida era el gato que arrastraba al loro por la cola escaleras abajo; la cabeza chocaba contra cada peldaño˝, “Bulla en vez de música”, “La historia se repetía: la primera vez como una farsa, la segunda como una tragedia”, “Seguramente tiene usted razón. Pero vamos a dejarlo así de momento. Haré ese cambio la próxima vez”, “Una tragedia optimista”, “Rusia es la patria de los elefantes”. Y en esa repetición ganan peso y su sentido se va desdoblando hacia lados inesperados.
Así funciona el caleidoscopio barnesiano en esta versión de la vida de Shostakóvich. Su falta de compromiso político y su cobardía lo torturan incesantemente. Él quiere darle su música al mundo, pero el mundo que le tocó vivir no se conforma con eso: quieren su alma, y más.



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