“El ejercicio de mirar, el desafío de nombrar”, por Natalia Gelós

Los otros, de Josefina Licitra. Buenos Aires, Debate, 2011, 140 páginas.

Hay dos barrios pobres enfrentados. Y hay un riachuelo hediondo. No cualquier riachuelo: El Riachuelo, que se filtra entre los habitantes de esos dos barrios como susurrante, como si fuera él el encargado de narrar sus pasadas derrotas, sus futuras desgracias. Pero, claro, esta historia de oposiciones no tendrá un nudo de amor que dirima las diferencias. Aquí hay odios, odios por los descuidos de un Estado que hace tiempo se olvidó de ellos, odios al vecino, generados por el miedo, odios por el paisaje que entrega la mañana: un muro que divide ambos barrios, basura desgranada que avanza por los rincones, animales moribundos y el olor casi corpóreo de la miseria. Esta es la historia de dos barrios enfrentados: Villa Giardino, por un lado, el territorio de “los tanos”; Acuba, por el otro, el territorio ganado al basural en el que se ubicaron los otros, “los negros”. Esta es la historia de sus diferencias, de pobres contra pobres en el conurbano bonaerense, y es la historia, a su vez, de años y años de políticas de abandono.
“Estoy podrida del periodismo Cáritas”, escribía Josefina Licitra, autora de Los Otros, hace un tiempo. Lo afirmaba luego de que su libro saliera, luego de las repercusiones, de las lecturas y relecturas, y lo decía pensando en la especial atención que había tenido uno de los pasajes del libro que decía así: “Soy una mujer de clase media haciendo un libro sobre pobres, las cosas como son”, y era su manera de sincerar una situación que, de otro modo, quitaría fuerza a la integridad del relato. Porque, en principio, leer Los Otros es un modo de acercarse a una situación de pobreza extrema, desde una comodidad impúdica (la del que lee) frente a las situaciones que se narran. Y la que se acerca a ese territorio es una periodista que tampoco tiene que ver con ese mundo que en los últimos años ha sido abordado hasta el descaro por periodistas que asoman sus pies, muestran la miseria y se van. No es el caso de ella: No sólo porque se incluye en el relato y abre la discusión a estas cuestiones. También, porque llega a conocer a los protagonistas, porque habla con poderosos, porque se sincera ante sus propias flaquezas. En ese mismo artículo, Licitra explicaba el porqué de “soy una mujer de clase media haciendo un libro sobre pobres”. Decía: “ante la posibilidad de sentir lástima, preferí sentir rechazo. Ante el lagrimón con rimel importado, preferí la incomodidad de una frase que me interpelara y me obligara a buscar respuestas. Ante –en síntesis- la propuesta progre de sentar un pobre a mi mesa, preferí decir “no gracias” y sentarme a comer sola”. ¿Cómo narrar la pobreza? ¿Cómo describir la miseria si no se es parte de ella? Licitra da una pista: con sinceridad.
Entonces Los Otros es eso: un libro sólido, que acierta en el rigor periodístico y también en la grandeza literaria. Literatura de la buena para abordar eso que llamamos realidad.
Otra de las necesidades -y por lo general, las faltas- de relatos de este tipo, son las indicaciones claras de cadenas de responsabilidades políticas a lo largo de la historia que llevan a que, finalmente, la mano de uno de los integrantes de un barrio dispare, o no,  contra el cuerpo desnudo de un integrante del otro. Porque la violencia entre pobres es muchas veces una historia de ausencias varias. La historia de olvidos políticos es, tantas veces, la que prepara el gatillo. Esa desidia sistemática es nombrada, interpelada, es casi un olor más que apesta en los márgenes de ese Riachuelo omnipresente.
Y, por su puesto, una historia como ésta no sería igual si no estuviera narrada como lo está: magnífica, atrapante, con un sinfín de descripciones precisas, impregnadas de la desesperanza del entorno, con un lirismo amargo, a tono con los diálogos, con la trama que visten; con un final que vuelve sobre la idea que recorre todo el libro: que a veces hay un límite, que, inteligente, Licitra reconoce y señala: el momento justo en el que, ante tanta realidad, las palabras se apagan.

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