“La pregunta con respuesta”, por Rosa Chalkho

Después de la música. El siglo XX y más allá, de Diego Fischerman. Buenos Aires, Editorial Eterna Cadencia, 2011.


Hay algo evidente respecto de toda la música “académica” (y aquí, con cualquier palabra que intentemos tendremos problemas en su enunciación) del siglo XX: su distancia con el gran público, y también con gran parte del público melómano.
Las explicaciones para este fenómeno han sido muchas: la tiranía de las discográficas atentas a las demandas del mercado, el conservadurismo de programadores y curadores de salas de concierto y de canales de difusión entre otras razones.
Una de las lecturas que el campo de la música contemporánea hizo sobre el divorcio entre el nuevo mundo musical y el público es la de atribuir el problema a la falta de difusión, como efecto culpable de mantener velado el nuevo orden sonoro; en parte por intereses conspirativos y en gran parte, por simple facilismo económico.
El discurso integrado, parafraseando a Umberto Eco, se dedicaría a inculpar la falla al propio campo de los compositores cuya intrincadas dificultades compositivas o excéntricos experimentos los habrían alejado de los públicos para construir “una música para músicos”. La primeridad del huevo o la gallina no es el punto, y tampoco las concepciones maniqueas al respecto. Si el público melómano de la llamada “música clásica” es minoritario respecto al aluvión auditivo del musak, la música popular y la música envasada, todo indica que la audición de las poéticas sonoras del siglo XX se contrae a una minoría de minorías.
El libro Después de la música (y después de un siglo de rupturas) acorta estas distancias y ofrece un panorama descriptivo y reflexivo a la vez, cuyo resultado inmediato es el de abrir el apetito sonoro de desconocedores curiosos, nuevos y viejos oyentes; y por supuesto músicos, que encontrarán además un valioso análisis de los contextos históricos para ubicar los nombres consagrados.
El libro comienza inteligentemente con el relato de una anécdota, una pregunta aparentemente pueril que una señora de barrio se atreve a formular ingenuamente a Luigi Nono en una conferencia en Buenos Aires en 1985: “yo querría saber qué es la música contemporánea...”. Contrariamente a lo que se suponía, a Nono es la única pregunta que le interesa contestar. Fischerman no cuenta la respuesta, pero intuición mediante, podríamos adivinar que no fue una respuesta determinista, llana y aliviadora. Porque seguramente lo más interesante es la pregunta en sí y el abanico de deliberaciones y disquisiciones que ella permite, y que de manera no reduccionista se responden en el libro.
Las preguntas sin respuesta (o al menos sin respuesta taxativa) son una característica de la indeterminación crítica del siglo XX, del escepticismo de la dialéctica negativa frankfurtiana y sin duda de la herencia de la filosofía decontructivista, y hasta tienen su correlato musical en la metafórica obra de Charles Ives La pregunta sin respuesta, donde el interrogante está representado por una melodía diáfana y abierta, que se repite insistentemente cuando la respuesta, que no la conforma, se va quedando sin argumentos cada vez más nerviosa, informe y gritona.
La escisión entre la estética musical y las prácticas musicales masivas, o entre la composición y el público no es una novedad del siglo XX, Agustín de Hiponia, más conocido como San Agustín, enuncia hacia fines del siglo IV en su tratado De musica, de fuerte extracción platónico –pitagórica, que la música “est scientia bene modulandi”, que significa la ciencia del bien medir.
Para los teóricos de la Edad Media, la música pertenece al campo de la ciencia, y su objeto de estudio son las relaciones numéricas entre las notas (intervalos). Su sonido es una consecuencia colateral de la cual hay que tomar recaudos, sobre todo por el poder sensual y emotivo que conlleva; y que además, puede ir de lo divino a lo demoníaco en un parpadeo. La belleza está en la perfección del número y no especialmente en el sonido, y menos aun en el acto pedestre de la ejecución musical.
Cualquier intento en la actualidad de asimilar este orden epistémico tan distante debe atravesar todo un bagaje histórico contrario, ya que el orden de la música que hemos heredado es el de la expresión de las sensaciones, estados de ánimo y sentimientos cuya versión más acabada cristaliza en el siglo XIX, Romanticismo y Postromanticismo. Como lo expresa Fischerman en el último capítulo Posdata, el gran público coincide en que la música tiene por significado la expresión de los sentimientos; en cambio, la música del siglo XX puede a grandes rasgos medirse por sus intentos de sacudirse las referencialidades y sentidos extra-musicales para sólo organizar poéticamente con sonidos.
Pero, sin ninguna pretensión de vuelta al pasado ni deseo de conexión medieval mediante, ni el serialismo integral más fundamentalista ha llegado a asimilarse a la escisión irreconciliable que la Edad Media construye entre teoría estética y práctica musical. El placer es meramente intelectivo, y como consecuencia del “flujo de correlaciones numéricas y de medidas temporales”. Aunque, cualquier similitud con el artículo del compositor del serialismo integral Milton Babbitt Who cares if you listen? (¿A quién le importa si escuchas?) será coincidencia?
El libro interconecta los eventos del siglo XX en una suerte de árbol genealógico de los antepasados y parentescos; enhebra orígenes, progenies y ascendencias, peleas familiares e inesperadas reconciliaciones por lo que, en términos bourdianos, sería el bien en disputa: la definición legítima de la Música y porqué no, de su alter ego la “no música”. Paul Virilio enuncia que “todas las imágenes son consanguíneas”, y tranquilamente nos permitimos aplicar la idea de la consanguinidad a las músicas del siglo XX. En este sentido, Fischerman hilvana el derrotero musical del siglo en sus herencias proclamadas y evidentes, y también en aquellas recónditas, bajo la lupa de un adn familiar reconstruido por los discursos estéticos.
La reedición del libro luego de 13 años habla de la vigencia de la pregunta, y también de un público general que sigue sin comprender (cabría preguntarse qué es “comprender” la música), y de un campo de compositores que no explica. En este sentido Después de la música es un nexo necesario, escrito en un lenguaje al alcance de cualquier lector no avezado en tecnicismos musicales y al mismo tiempo sin traicionar la especificidad que requeriría un músico.

Comentarios