“El campo, el río, la ciudad”, por Sandra Gasparini

Corrientes, de Cristina Iglesia. Buenos Aires, Beatriz Viterbo Editora, 2010, 124 págs.


A simple vista Corrientes se presenta como un volumen de relatos que se dejan leer de manera autónoma. Y de hecho esta práctica de lectura puede realizarse sin inconvenientes. Pero hay también un lazo casi invisible que construye el ritmo de una nouvelle extraña, en la que no hay unidad de tiempo, ni de espacio ni de personajes, en la que el registro de desnuda lucidez a veces cercano al de la narrativa de posguerra de Pavese funciona cohesionando fragmentos de una misma trama.
Corrientes es el primer libro de ficción de Cristina Iglesia, que ha dedicado buena parte de su trayectoria intelectual al ensayo (La violencia del azar, 2003), la docencia universitaria y la crítica literaria sobre literatura argentina. En él se conjugan fragmentos autobiográficos anclados en  la infancia y adolescencia de la autora en la provincia de Corrientes, donde vivió hasta poco más de los veinte años, con otros ya situados en un tiempo inmediatamente posterior, el de la militancia política en la convulsionada década de 1970 en Buenos Aires y sus alrededores. Historias hiperbólicas y cargadas de poesía se van enredando a partir de esas matrices del yo, en las que los “puntos de mira” que ensaya la voz narradora logran sutiles cambios de perspectiva, pequeñas teorías del espacio. El aparente vacío del campo y de la casa paterna es llenado con una profusa actividad mental que tanto puede consistir en la lectura de placer o el estudio de una joven universitaria como en la planificación de un viaje de iniciación sexual. El tiempo de la adolescencia aparece ralentado, moroso o bien presuroso cuando se huye del control de los padres, con “sistemas planetarios” bien definidos y codificados.
Un hallazgo en ese sentido es “Del lado de acá”, relato que clausura un episodio narrado por Rodolfo Walsh en “La isla de los resucitados” (célebre crónica publicada en 1966) donde la quinceañera que los recibe a él y al fotógrafo Pablo Alonso en la casa del Dr. Iglesia vuelve sobre la escritura periodística, sobre el recuerdo y narra su revés.
Los bordes de lo real se exploran en “Ventana al cielo” y los tiempos femeninos se desbordan en la desmesura de “La balsa”, relato en el que el carácter épico del viaje en vapor  linda con el fantástico. “La señora”, con el que puede formar una serie, es casi quiroguiano, porque los detalles absurdos de un realismo casi objetivista se tocan con los extremos de lo irracional y de lo inquietante.
Lo clandestino, lo prohibido y las zonas parecen conformar otra serie donde, como corrientes que vienen y van, se cruzan dos novelas de aprendizaje: la de la militancia y la de la literatura, entramadas en lo autobiográfico con admirable sutileza y en dosis homeopáticas. Ese tono ascético y moderado que predomina en todo el libro no llega a romperse con el humor en “Color local”, donde se cuentan los orígenes de la mala fama de un pueblo correntino en el cual tres “guainos”, trajeados como gauchos, se atreven a desafiar a un forastero advirtiéndole “somos putos”. Precisamente la confianza en ese tono es uno de los logros del volumen.
Otro de los temas que Iglesia elige para hilvanar ese atado de sentimientos, sensaciones y percepciones que se entretejen en Corrientes es la ausencia. En “El ausente” se cuenta la construcción de una carencia, la del abuelo que las niñas no conocieron y que su abuela enseña a llorar. La espera de lo que ya no llegará, por otra parte, pone un punto final a la deriva narrativa en la casa de campo: las marcas de las ausencias quedan como un rastro en el camino cuando ese gran ausente que no regresa persiste en la memoria de la narradora, que ya no hallará sus huellas materiales en el sendero de llegada a su casa. Relato de una gran belleza poética, “No siempre” descubre precisamente la última ausencia, la del ser amado, que supera todas las otras pérdidas posibles, hasta la de la amenaza de la pérdida de identidad de la tierra natal: “la gran amenaza blanca, de nombres extranjeros”, que terminará por apropiarse de “todas las tierras, hacia el norte y hacia el sur del estero”.
En este punto, la maestría de Iglesia para hablar de la región sin parecer “regional” tiene vínculos fuertes con la narrativa de Saer, sobre quien ha escrito. Pero el plus de esta propuesta es la construcción de una mirada absolutamente cruzada por el género sexual. Se trata de la perspectiva de una militante, una estudiante universitaria, una hija adolescente, una mujer que cuenta y se cuenta. Y por eso, entre otras cosas, hay que celebrar el ingreso de Cristina Iglesia al mundo de las narradoras.

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